sábado, 26 de junio de 2010

Religiosos

Hay quien piensa que nuestra presencia en el mundo es cada vez más irrelevante. No falta quien, incluso desde dentro de la misma Iglesia, desprecia la vida consagrada juzgando superficialmente que su tiempo pasó. Religiosos y religiosas seguimos, sin embargo, en el corazón de la Iglesia fieles a cuantos carismas el Espíritu ha suscitado en la comunidad cristiana al servicio de la humanidad. La mayor parte de las veces en el descampado de la historia, en el margen, allí donde nadie quiere estar y donde el mensaje liberador del Evangelio se hace más urgente.
Somos seguidores de Jesús hasta las últimas consecuencias. Identificados con el Maestro y enviados por él a sanar y liberar, a alentar la esperanza, a anunciar la buena noticia del amor de Dios. Hoy como ayer, la vida religiosa quiere ser fuego en las entrañas mismas de la Iglesia, en medio de una sociedad que busca un rescoldo donde abrigar el alma o un poco de luz para iluminar la noche.
Somos consagrados por Dios para proclamar el año de gracia del Señor con nuestra vida sencilla, entregada y silenciosa. Intentamos pasar por la vida haciendo el bien y siendo portavoces de una Palabra eterna que quiere seguir resonando en el corazón de las personas. Aunque a veces el tesoro esté contenido en frágiles vasijas de barro que en ocasiones se rompen y desparraman el mensaje.
Somos hombres y mujeres que sentimos con pasión el latido del Reino oculto en los avatares de la historia. En ella nos empeñamos, en nombre de Dios, en devolver la dignidad a los que les ha sido arrebatada; el futuro a los que se lo han robado; la esperanza a los que la han perdido. Siempre en la frontera, miles y miles de nuestros hermanos y hermanas ponen rostro al samaritano del evangelio, sin dar rodeos, curando con el aceite de la entrega gratuita, pagando con la vida cabalgadura y posada de los apaleados al borde del camino.
Contemplativos y en el corazón del mundo, los consagrados y consagradas amamos profundamente la Iglesia. En ella somos y vivimos nuestra alianza con el Señor. Desde ella y en comunión con el sucesor de Pedro intentamos ser buena tierra en la que la semilla del Reino fructifique y pueda llegar a ser pan blanco y tierno para todos los que tienen hambre de Dios. Fieles a la comunidad cristiana, fieles al Papa, fieles al Magisterio.
Hoy, como muchos cristianos en occidente, vivimos a la intemperie nuestra fe. Y hace frio. Algunos nos culpabilizan y nos auguran el final. Bien nos gustaría experimentar el calor de nuestros hermanos y el aliento fraterno que sostiene en los momentos de zozobra y confusión. Hemos de reconocer errores. Pero al mismo tiempo necesitamos toda la fuerza eclesial para afrontar las dificultades y poder seguir afrontando la renovación que muchos de nuestros institutos han acometido con ilusión y esperanza.
El Espíritu Santo sigue soplando con fuerza haciendo nuevas todas las cosas. También la vida religiosa. Confiamos en Dios que precede y acompaña. Y que seguirá suscitando en su Iglesia hombres y mujeres consagrados para ser signos elocuentes de su presencia y portadores de su amor en medio del mundo.
José Miguel Núñez







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