lunes, 6 de diciembre de 2010

La Inmaculada Concepción

Cuando acabamos de estrenar el tiempo del Adviento, y las luces de la corona comienzan a brillar en nuestras casas y nuestros templos, anunciando la luz de Cristo, celebramos la solemnidad de la Inmaculada Concepción.

María es puro adviento, es puro anuncio de la alegría de una victoria plena y total sobre el pecado y la muerte, es ya anticipo del ideal humano, del proyecto que Dios soñó desde siempre para la humanidad. Lo que anhelamos y preparamos es una realidad plena en ella.

La cabeza de la serpiente la ha aplastado, aunque aún colee en el mundo produciendo trágicas y cotidianas consecuencias de mentira y sufrimiento en tantas partes.

María Inmaculada es la Alegre aurora. Cuando después de una noche oscura amanece y los rayos de luz van filtrándose, admiramos los tonos de color del sol que vencen la negrura. Y nos alegramos. La luz, además de ofrecernos claridad, nos calienta y llena de vida.
Así es la Virgen Inmaculada, como una suave luz que anuncia la victoria del bien, como una señal segura de que se acerca el mejor día, buena noticia para todos los que viven entre tinieblas esperando ser iluminados.

Alegría verdadera, porque después de tantos fracasos, después de tantas derrotas, por fin podemos levantar cabeza. El poder de las tinieblas ha comenzado a ser superado. En la madre aparece un punto de luz primero que irá creciendo. Es un regalo, no sólo para los ojos, sino para toda el alma.
La aurora es un anuncio solamente. Por sí misma no tiene identidad propia, es una avanzadilla de otra realidad, que es el sol. La aurora no es el día, sino que lo anuncia, lo prepara. Sus luces y colores no son propios, sino del sol. La aurora es algo relativo al sol, sin el cual no sería nada. Así es María con relación a Cristo, nuestro día y nuestro sol.

Este don de la concepción inmaculada de María lejos de ser algo ajeno a nosotros, algo incomprensible, extraño, es tan humano como todo lo que Dios hace: María hizo de toda su vida una acogida de la voluntad de Dios. Todos sus días son para Dios y su Hijo, parece que no tuviera vida propia: la encarnación y el nacimiento de Jesús, la predicación de Jesús, el seguimiento de Jesús, la pasión y muerte de Jesús, su resurrección, la acogida del espíritu con los discípulos… siempre Jesús. Desaparece ella para que sólo quede su Hijo.
El hágase que dio al ángel de Dios fue sin medida, sin reservarse nada para sí, hasta el final. Como Dios sabía de este sí absoluto y libre, también quiso bendecirla sin medida, cuidando de que nada malo entrara en ella desde antes de que existiera.

Por eso, que mejor podemos hacer que contemplar la aurora que es la Madre, mientras nos preparamos para recibir el día, que es el Hijo. Que mejor que contemplar a María, pura, luminosa, mientras esperamos al Señor y preparamos sus caminos en este tiempo de espera comprometida que es el Adviento.
Rubén García P.

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