domingo, 22 de noviembre de 2015

Un testimonio de experiencia vocacional de un novicio jesuita

Dicen que cada uno lleva un tesoro dentro del corazón y que es ese tesoro, personal e intransferible, el que de verdad te alimenta, te da fuerzas y te hace entusiasmarte de verdad por las personas y las cosas que merecen la pena en esta vida.

Pues bien, el mío, mi corazón, se estaba apagando cada día más y más. Mis sueños cada vez eran más pobres y ya casi me conformaba con un pactar a la baja con algo que sabía que, en el fondo, ni me llenaba ni me podría hacer feliz. Pero la cuestión era buscar seguridades, y algo en mi interior me decía que en aquella llamada que experimenté hace ahora casi cinco años no había nada seguro o cierto, sino un dar un salto, arriesgar y caminar con fe en el que me convoca, el Señor.

Tendría unos 20 años y estudiaba periodismo en Valladolid. Mi vida había transcurrido normal hasta ese momento. Era el menor de tres hermanos y con unos padres que nos educaron a mis hermanos y a mí lo mejor que supieron y, ciertamente, doy gracias de lo bien que lo hicieron. Supongo que hay un momento en el que uno tiene que hacer suyo lo que ha recibido y quitar un poco de ahí y otro poco de allá para conformar su verdadera identidad. Pues eso me ocurrió a mí en aquel entonces. Recuerdo que en unos días, todo lo que para mí había sido incuestionable porque así me lo habían enseñado y yo asumido como verdad, se desmoronó. Tengo la imagen de encontrarme totalmente perdido y desorientado, sin saber ni quién era yo, qué papel o sentido jugaba mi vida en este mundo o quién era Dios.

Al mismo tiempo que me encontraba de tal forma agobiado y desbordado por esa “tan sana” crisis de identidad que me hacía cuestionarme mi vida de cara al sufrimiento en el mundo y mi complicidad y participación en el mismo, comencé a sentir un fuego profundo de ilusión en el corazón que me llevaba a soñar con ayudar a los demás en entrega absoluta; misiones, Tercer Mundo, salvar a la gente. Todo a mi alrededor cobraba un nuevo sentido y miraba la realidad con ilusión y amor. Es algo que no se puede explicar con palabras, es sentirte feliz, pleno, llamado, ver que es posible cambiar las cosas con la fuerza que brota de Dios en nuestro interior. En definitiva, era una reorientación total de mi vida. Una vida que, hasta ese momento, iba en otra dirección, la dirección de planificar todo muy bien de cara a construirte una vida perfecta de éxito y prestigio de cara a la galería del mundo.

Paradoja o incoherencia me dirán. En el fondo, el mayor don que nos da Dios es el de la libertad. Él no nos va a forzar a un sí. Somos nosotros los que debemos aceptar o no el don que se nos da y, ¡hay que ver qué don! Pues bien, a pesar de sentirme como nunca me había sentido de ilusionado antes, mi camino a partir de ese momento fue un camino de huída y de negación de la palabra de plenitud que Dios me hacía a mí en particular. No era cuestión de sacrificar tantas cosas que en aquel entonces me parecían vitales, tales como salir de fiesta, el tener una pareja a mi lado, mi carrera de Periodismo, viajar a la India... Ese camino de escape me lleva a marchar a Inglaterra, volver a España y no saber qué hacer, estudiar un año de Psicología en Salamanca y, por fin, a dar el salto.

Sólo puedo decir ahora, tras un año y unos meses de recorrido espiritual como novicio de la Compañía de Jesús, que mis horizontes, lejos de haberse recortado, se han ampliado, que me estoy abriendo a un mundo totalmente nuevo, misterioso y apasionante como es éste de la vida entregada a Dios para servir a los demás. Y también puedo decir que soy feliz y mucho, y que esto, a pesar de los esfuerzos y de que nada te evita las asperezas normales que tiene la vida, es lo que siempre había querido hacer en mi vida, aunque antes no lo supiera formular ya que mis miedos, prejuicios contra la Iglesia o los curas o mis conceptos de libertad y de felicidad superficial y consumista me lo impidieran.

Termino citando a Juan 12, 25 que “quien intente guardar su vida (como lo había hecho yo nada más sentir la llamada de la vocación) la perderá, pero quien pierda la vida por mí la ganará”. Gracias Señor.

                                                                        ***

De entrada ser jesuita no es ningún honor, de esos por los que muchos se matan. San Ignacio llama a eso “vano honor del mundo” y lo considera una trampa. Ser jesuita tampoco es una promoción o una carrera para medrar sobre otros. San Ignacio afirma, convencido por propia experiencia, “que aquella vida es más feliz que más se aparta de todo contagio de avaricia”.

Ser jesuita no es ser más listo o más influyente o autosuficiente. Para Ignacio de Loyola todo en el hombre - menos su pecado- es regalo gratuito, “amor que desciende de arriba”.

Ser jesuita es peregrinar cada día, y todos los días, “un camino hacia Dios”. Un camino que no eliges, sino para el que eres elegido. No sin ti, naturalmente. Pero en el que un día te encuentras alcanzado por Quien lo ha desbrozado antes que tú y por ti. Más aún, por quien es Él mismo “el Camino”. Al peregrino ignaciano de Loyola lo definieron los que le conocieron como “aquel hombre que era loco por Nuestro Señor Jesucristo”.

Ser jesuita es, sencillamente, ser cristiano hasta “ser tenido y estimado por loco” por los bienpensantes al uso. Y porque Jesucristo se ha convertido, como a S. Pablo, en “razón de mi vida” (Flp 1, 21). Un Cristo, eso sí, enviado a cada ser humano, compromiso de Dios con cada persona.

Un Cristo impensable si no es como servidor del hombre y muriendo por él. Un Cristo al que es imposible decir que se le sigue, si no nos sangra el corazón a chorro ante cada miseria humana.

Gracias a Dios, la Compañía de Jesús, en algunos de sus hombres, sigue sangrando de esa herida. Si no te interesa ese Cristo, no sigas adelante. Si te interesa, ¡adelante!, ¡Pasa! Entra y ven.

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