miércoles, 13 de febrero de 2013

Mensaje del Santo Padre Benedicto XVI para la Cuaresma 2013


Creer en la caridad suscita caridad

«Hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él» (1 Jn 4,16)



Queridos hermanos y hermanas:

La celebración de la Cuaresma, en el marco del Año de la fe, nos ofrece una ocasión preciosa para meditar sobre la relación entre fe y caridad: entre creer en Dios, el Dios de Jesucristo, y el amor, que es fruto de la acción del Espíritu Santo y nos guía por un camino de entrega a Dios y a los demás.

1. La fe como respuesta al amor de Dios

En mi primera Encíclica expuse ya algunos elementos para comprender el estrecho vínculo entre estas dos virtudes teologales, la fe y la caridad. Partiendo de la afirmación fundamental del apóstol Juan: «Hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él» (1 Jn 4,16), recordaba que «no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva... Y puesto que es Dios quien nos ha amado primero (cf. 1 Jn 4,10), ahora el amor ya no es sólo un “mandamiento”, sino la respuesta al don del amor, con el cual Dios viene a nuestro encuentro» (Deus caritas est, 1). La fe constituye la adhesión personal ―que incluye todas nuestras facultades― a la revelación del amor gratuito y «apasionado» que Dios tiene por nosotros y que se manifiesta plenamente en Jesucristo. El encuentro con Dios Amor no sólo comprende el corazón, sino también el entendimiento: «El reconocimiento del Dios vivo es una vía hacia el amor, y el sí de nuestra voluntad a la suya abarca entendimiento, voluntad y sentimiento en el acto único del amor. Sin embargo, éste es un proceso que siempre está en camino: el amor nunca se da por “concluido” y completado» (ibídem, 17). De aquí deriva para todos los cristianos y, en particular, para los «agentes de la caridad», la necesidad de la fe, del «encuentro con Dios en Cristo que suscite en ellos el amor y abra su espíritu al otro, de modo que, para ellos, el amor al prójimo ya no sea un mandamiento por así decir impuesto desde fuera, sino una consecuencia que se desprende de su fe, la cual actúa por la caridad» (ib., 31a). El cristiano es una persona conquistada por el amor de Cristo y movido por este amor ―«caritas Christi urget nos» (2 Co 5,14)―, está abierto de modo profundo y concreto al amor al prójimo (cf. ib., 33). Esta actitud nace ante todo de la conciencia de que el Señor nos ama, nos perdona, incluso nos sirve, se inclina a lavar los pies de los apóstoles y se entrega a sí mismo en la cruz para atraer a la humanidad al amor de Dios.

«La fe nos muestra a Dios que nos ha dado a su Hijo y así suscita en nosotros la firme certeza de que realmente es verdad que Dios es amor... La fe, que hace tomar conciencia del amor de Dios revelado en el corazón traspasado de Jesús en la cruz, suscita a su vez el amor. El amor es una luz ―en el fondo la única― que ilumina constantemente a un mundo oscuro y nos da la fuerza para vivir y actuar» (ib., 39). Todo esto nos lleva a comprender que la principal actitud característica de los cristianos es precisamente «el amor fundado en la fe y plasmado por ella» (ib., 7).

2. La caridad como vida en la fe

Toda la vida cristiana consiste en responder al amor de Dios. La primera respuesta es precisamente la fe, acoger llenos de estupor y gratitud una inaudita iniciativa divina que nos precede y nos reclama. Y el «sí» de la fe marca el comienzo de una luminosa historia de amistad con el Señor, que llena toda nuestra existencia y le da pleno sentido. Sin embargo, Dios no se contenta con que nosotros aceptemos su amor gratuito. No se limita a amarnos, quiere atraernos hacia sí, transformarnos de un modo tan profundo que podamos decir con san Pablo: ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí (cf. Ga 2,20).

Cuando dejamos espacio al amor de Dios, nos hace semejantes a él, partícipes de su misma caridad. Abrirnos a su amor significa dejar que él viva en nosotros y nos lleve a amar con él, en él y como él; sólo entonces nuestra fe llega verdaderamente «a actuar por la caridad» (Ga 5,6) y él mora en nosotros (cf. 1 Jn 4,12).

La fe es conocer la verdad y adherirse a ella (cf. 1 Tm 2,4); la caridad es «caminar» en la verdad (cf. Ef 4,15). Con la fe se entra en la amistad con el Señor; con la caridad se vive y se cultiva esta amistad (cf. Jn 15,14s). La fe nos hace acoger el mandamiento del Señor y Maestro; la caridad nos da la dicha de ponerlo en práctica (cf. Jn 13,13-17). En la fe somos engendrados como hijos de Dios (cf. Jn 1,12s); la caridad nos hace perseverar concretamente en este vínculo divino y dar el fruto del Espíritu Santo (cf. Ga 5,22). La fe nos lleva a reconocer los dones que el Dios bueno y generoso nos encomienda; la caridad hace que fructifiquen (cf. Mt 25,14-30).

3. El lazo indisoluble entre fe y caridad

A la luz de cuanto hemos dicho, resulta claro que nunca podemos separar, o incluso oponer, fe y caridad. Estas dos virtudes teologales están íntimamente unidas por lo que es equivocado ver en ellas un contraste o una «dialéctica». Por un lado, en efecto, representa una limitación la actitud de quien hace fuerte hincapié en la prioridad y el carácter decisivo de la fe, subestimando y casi despreciando las obras concretas de caridad y reduciéndolas a un humanitarismo genérico. Por otro, sin embargo, también es limitado sostener una supremacía exagerada de la caridad y de su laboriosidad, pensando que las obras puedan sustituir a la fe. Para una vida espiritual sana es necesario rehuir tanto el fideísmo como el activismo moralista.

La existencia cristiana consiste en un continuo subir al monte del encuentro con Dios para después volver a bajar, trayendo el amor y la fuerza que derivan de éste, a fin de servir a nuestros hermanos y hermanas con el mismo amor de Dios. En la Sagrada Escritura vemos que el celo de los apóstoles en el anuncio del Evangelio que suscita la fe está estrechamente vinculado a la solicitud caritativa respecto al servicio de los pobres (cf. Hch 6,1-4). En la Iglesia, contemplación y acción, simbolizadas de alguna manera por las figuras evangélicas de las hermanas Marta y María, deben coexistir e integrarse (cf. Lc 10,38-42). La prioridad corresponde siempre a la relación con Dios y el verdadero compartir evangélico debe estar arraigado en la fe (cf. Audiencia general 25 abril 2012). A veces, de hecho, se tiene la tendencia a reducir el término «caridad» a la solidaridad o a la simple ayuda humanitaria. En cambio, es importante recordar que la mayor obra de caridad es precisamente la evangelización, es decir, el «servicio de la Palabra». Ninguna acción es más benéfica y, por tanto, caritativa hacia el prójimo que partir el pan de la Palabra de Dios, hacerle partícipe de la Buena Nueva del Evangelio, introducirlo en la relación con Dios: la evangelización es la promoción más alta e integral de la persona humana. Como escribe el siervo de Dios el Papa Pablo VI en la Encíclica Populorum progressio, es el anuncio de Cristo el primer y principal factor de desarrollo (cf. n. 16). La verdad originaria del amor de Dios por nosotros, vivida y anunciada, abre nuestra existencia a aceptar este amor haciendo posible el desarrollo integral de la humanidad y de cada hombre (cf. Caritas in veritate, 8).

En definitiva, todo parte del amor y tiende al amor. Conocemos el amor gratuito de Dios mediante el anuncio del Evangelio. Si lo acogemos con fe, recibimos el primer contacto ―indispensable― con lo divino, capaz de hacernos «enamorar del Amor», para después vivir y crecer en este Amor y comunicarlo con alegría a los demás.

A propósito de la relación entre fe y obras de caridad, unas palabras de la Carta de san Pablo a los Efesios resumen quizá muy bien su correlación: «Pues habéis sido salvados por la gracia mediante la fe; y esto no viene de vosotros, sino que es un don de Dios; tampoco viene de las obras, para que nadie se gloríe. En efecto, hechura suya somos: creados en Cristo Jesús, en orden a las buenas obras que de antemano dispuso Dios que practicáramos» (2,8-10). Aquí se percibe que toda la iniciativa salvífica viene de Dios, de su gracia, de su perdón acogido en la fe; pero esta iniciativa, lejos de limitar nuestra libertad y nuestra responsabilidad, más bien hace que sean auténticas y las orienta hacia las obras de la caridad. Éstas no son principalmente fruto del esfuerzo humano, del cual gloriarse, sino que nacen de la fe, brotan de la gracia que Dios concede abundantemente. Una fe sin obras es como un árbol sin frutos: estas dos virtudes se necesitan recíprocamente. La cuaresma, con las tradicionales indicaciones para la vida cristiana, nos invita precisamente a alimentar la fe a través de una escucha más atenta y prolongada de la Palabra de Dios y la participación en los sacramentos y, al mismo tiempo, a crecer en la caridad, en el amor a Dios y al prójimo, también a través de las indicaciones concretas del ayuno, de la penitencia y de la limosna.

4. Prioridad de la fe, primado de la caridad

Como todo don de Dios, fe y caridad se atribuyen a la acción del único Espíritu Santo (cf. 1 Co 13), ese Espíritu que grita en nosotros «¡Abbá, Padre!» (Ga 4,6), y que nos hace decir: «¡Jesús es el Señor!» (1 Co 12,3) y «¡Maranatha!» (1 Co 16,22; Ap 22,20).

La fe, don y respuesta, nos da a conocer la verdad de Cristo como Amor encarnado y crucificado, adhesión plena y perfecta a la voluntad del Padre e infinita misericordia divina para con el prójimo; la fe graba en el corazón y la mente la firme convicción de que precisamente este Amor es la única realidad que vence el mal y la muerte. La fe nos invita a mirar hacia el futuro con la virtud de la esperanza, esperando confiadamente que la victoria del amor de Cristo alcance su plenitud. Por su parte, la caridad nos hace entrar en el amor de Dios que se manifiesta en Cristo, nos hace adherir de modo personal y existencial a la entrega total y sin reservas de Jesús al Padre y a sus hermanos. Infundiendo en nosotros la caridad, el Espíritu Santo nos hace partícipes de la abnegación propia de Jesús: filial para con Dios y fraterna para con todo hombre (cf. Rm 5,5).

La relación entre estas dos virtudes es análoga a la que existe entre dos sacramentos fundamentales de la Iglesia: el bautismo y la Eucaristía. El bautismo (sacramentum fidei) precede a la Eucaristía (sacramentum caritatis), pero está orientado a ella, que constituye la plenitud del camino cristiano. Análogamente, la fe precede a la

caridad, pero se revela genuina sólo si culmina en ella. Todo parte de la humilde aceptación de la fe («saber que Dios nos ama»), pero debe llegar a la verdad de la caridad («saber amar a Dios y al prójimo»), que permanece para siempre, como cumplimiento de todas las virtudes (cf. 1 Co 13,13).

Queridos hermanos y hermanas, en este tiempo de cuaresma, durante el cual nos preparamos a celebrar el acontecimiento de la cruz y la resurrección, mediante el cual el amor de Dios redimió al mundo e iluminó la historia, os deseo a todos que viváis este tiempo precioso reavivando la fe en Jesucristo, para entrar en su mismo torrente de amor por el Padre y por cada hermano y hermana que encontramos en nuestra vida. Por esto, elevo mi oración a Dios, a la vez que invoco sobre cada uno y cada comunidad la Bendición del Señor.

Vaticano, 15 de octubre de 2012



BENEDICTUS PP. XVI



martes, 12 de febrero de 2013

¡Gracias Santo Padre!

Magnífico y sencillo artículo de Paco Sánchez en lavozdegalicia.es:

RAZÓN DE AMOR

Era libre para aceptar y libre para renunciar. Hizo ambas cosas: aceptó en el 2005, con 78 años, y renunció ayer, con 85. Dos decisiones tremendas: dudo que nadie sea capaz de ponerse en la cabeza y en el corazón de un hombre que sueña con retirarse a descansar y escribir, pero de pronto deviene papa, oficio poco compatible con tales aspiraciones, especialmente a los 78 años. Y luego, ya con 85, la duda tremenda de conciencia: «¿Debo seguir?», «¿renuncio porque quiero descansar, porque no puedo más o porque es lo que Dios pide, el mismo Dios ante el que pronto tendré que rendir cuentas?».

Benedicto XVI escribió tres encíclicas en siete años: dos sobre el amor y una sobre la esperanza, como si esas dos fueran a la vez las grandes dolencias de nuestro mundo y sus grandes remedios: amor y esperanza contra las plagas de desamor y desesperación. De ahí su empeño en volver a explicar a Jesús de Nazaret, que es Dios y es amor -como dice el título de su primera encíclica- y es hombre. Quizá su pontificado pueda resumirse en esto, en volver a Jesús. Frente a la percepción simplificada de la Iglesia como un conjunto casposo de normas morales, principalmente de carácter sexual, Ratzinger propone al mismo Cristo. Y frente al sentimentalismo relativista, tan inseguro como angustioso, reivindica el papel decisivo de la razón: Caritas in Veritate se titula su tercera encíclica.

Joseph Ratzinger pasará a la historia como uno de los más grandes teólogos de nuestra época, pero también como uno de los intelectuales que mejor supo entender y diagnosticar las crisis de nuestro tiempo. Crisis de la inteligencia y del amor. Justo las dos claves que explican la grandeza de su generosa aceptación en el 2005 y de su renuncia ayer.

miércoles, 6 de febrero de 2013

Decálogo para acompañantes de jóvenes

Art. de José Moreno Losada:

Desde la vida de los jóvenes y el camino compartido con ellos, he elaborado una reflexión, que el último número monográfico de "Imágenes de la Fe" (Editorial PPC- Enero 2013) la presenta en su totalidad.

Comparto la conclusión de dicho trabajo que presento como un decálogo para acompañantes de jóvenes. Todo se enmarca en un principio fundamental descubierto: quien obra y trabaja en el corazón del joven es el Espíritu Resucitado de Jesús, que le va mostrando el amor del Padre y el sueño que éste tiene sobre él. Nosotros tenemos el gran papel de colaborar con ese Espíritu, que nos alimenta a nosotros mismos y nos da fuerzas para acompañar gratuitamente.
Desde este Espíritu, la lectura creyente y sobre todo la vida compartida con jóvenes considero:

1. El centro del "quehacer" al acompañar está en la persona con la que compartimos camino; son su proceso, su momento y sus inquietudes los que tienen que centrar nuestra acción y animación. A nosotros nos toca dejarnos afectar por su persona y su proyecto para servirle en orden a su autonomía y crecimiento.

2. Es fundamental arriesgar para acompañar, no podemos tener conceptos preestablecidos ni marcos organizados. Cada persona tiene su vida y el espíritu en ella sopla lo que quiere y cuando quiere, y el joven se abrirá en libertad a ese soplo. Conservar y asegurar no es acompañar, abiertos seremos sorprendidos y enriquecidos por la novedad y la creatividad de cada persona y su historia.

3. Acompañar es echar de lo que tenemos para vivir, no se puede hacer sin priorizar y sin disponibilidad gratuita; te necesitan cuando menos lo esperas y te buscan cuando, de verdad, lo necesitan aunque no sepan expresarlo. Estar a punto y disponible es el oficio más valorado por ellos.

4. Si te alegras por cada pequeño paso y decisión tomada por un joven, es que estás entrando en el verdadero reconocimiento, en el espíritu del que da gracias por los sencillos y los pequeños; aquel que te viene dado por la alegría que te da ir viendo el tesoro que el otro está encontrando y cómo está poniendo en él su corazón.

5. Implicación e interpelación serán frutos que recibirás en el oficio de acompañamiento, sus opciones y discernimientos, harán que tú te replantees los tuyos y acabarás empujado a implicarte más para servir más y mejor en más espacios de los propios y los ajenos. Tu servicio y compromiso serán trampolines para su actitud de servicio en el mundo.

6. Los jóvenes no quieren milagros tuyos, esos los hace el Señor con ellos; sólo quieren tener parte en tu vida o, más bien, saber que tú te interesas por la suya y que pueden contar con lo que tú tienes y eres. Si eres auténtico y te muestras con verdad, desde tu sencillez y pequeñez, se sentirán como en su propia casa. No trates de ser distinto de lo que eres, porque eso te hará distante.

7. La fraternidad es el horizonte al que pretendemos llegar en toda iniciación y catecumenado, hijos en el Hijo; ese horizonte sólo es posible si la comunidad es nuestro lugar de verdadera referencia personal. El joven necesita de un grupo de vida, de discernimiento comunitario, pero no puedo ser animador de esta realidad para él si yo no soy sujeto de una comunidad de vida propia, donde proyecto y reviso mi propia existencia. Sólo se genera comunidad desde la comunidad vivida y experimentada.

 8. La tentación más fuerte es sacarlos del mundo y preservarlos en un aparte. Esto no es animar, sino desanimar, desencarnar. Jesús no quiere que los saquemos del mundo, sino que, en medio de ese mundo, sean la levadura y la sal; ahí está su lugar para ser y crecer, meterse en el corazón del mundo con el corazón de Dios. Para ello, nosotros mismos tenemos que entrar en la aventura de descubrir la realidad como lugar de salvación querida y amada por el Padre. Es importante que conozcamos y amemos sus mundos y ambientes.

9. Hoy, como nunca, necesitamos acompañar desde el ser católicos, el "id por todo el mundo" hoy tiene eco y sabor especial y actualizado. Queremos una humanidad fraterna y universal, donde el horizonte es el hombre y todas sus situaciones. Nuestra mente ha de ser universal como el envío, para la utopía de un mundo sin fronteras con todos los derechos fundamentales a flor de piel -frente a la crisis-; sólo desde ahí podremos acompañar mentes que quieren ser libres y romper límites que separan y provocan injusticia y dolor.

10. Pero sin Él no podemos hacer nada; sin su amor y sin su protagonismo, todo será una inútil hazaña, ideología y apropiación indebida. Sólo desde el principio y fundamento de los sentimientos de Cristo, podemos servirle para que otros se encuentren con Él y descubran el verdadero sentido de la vida; en la experiencia profunda y personal de Cristo, serviremos para que el joven lo intuya y lo descubra en su vida para siempre, y sea capaz de arriesgarlo y venderlo todo para tenerlo solo a Él.

Y cuando hayamos hecho todo esto, por la gracia de Dios, diremos como los empleados fieles del Evangelio: "Somos siervos inútiles, hemos hecho lo que teníamos que hacer". Pero ya nadie nos podrá quitar la experiencia de ser hombres del Espíritu, tocados por la gracia de Cristo, y el sentido de comunidad y de familia que el Padre habrá provocado en nosotros al cumplir su voluntad, y los jóvenes y sus procesos -harán obras mayores que nosotros, mucho mayores- serán nuestra corona y nuestra gloria.

sábado, 2 de febrero de 2013

I ENCUENTRO DE ORACIÓN Y VIDA "Sanar la vida, encuentro con Dios"

I ENCUENTRO DE ORACIÓN Y VIDA

 SANAR LA VIDA, ENCUENTRO CON DIOS

"Sólo en el silencio más absoluto se empieza a oir"




15,16 Y 17 de MARZO de 2013
Lugar: Monasterio Santa Cruz (SAHAGÚN-León-)

Organizan: M.M. Benedictinas Misioneras Franciscanas del Suburbio
Información: M. Anuncia 662171813 Hna. Yolanda 616639558

HORARIO

VIERNES  15
     …… LLEGADA
20:30 - CENA
21:30 - BIENVENIDA Y DINÁMICA DE PRESENTACIÓN
A DORMIR………………..
SÁBADO 16
07:30- LEVANTARSE
08:00- LAUDES Y EUCARISTIA
10:00 –  A  DESAYUNAR………..
10:30 -  PRESENTACIÓN DEL TEMA
11:00 - 12:00 – REFLEXIÓN PERSONAL
12:00 -13:00 -TRABAJO EN GRUPOS
13:00 -  A DISFRUTAR DE LA CONVIVENCIA
(TIEMPO LIBRE)
14:00 – A COMER…………………
            (TIEMPO LIBRE)
16:00 – MERIENDA
16:30 – 17:30 – TRABAJO EN GRUPOS
17:30 – 18:30- ORACIÓN EN GRUPO
            (TIEMPO LIBRE)
19:00 – VISPERAS
20:30 – A CENAR……………………
22:00 – VELADA
DOMINGO 17
08:00- LEVANTARSE
08:30- 9:30 - LAUDES Y EUCARISTIA
10:00 –  A  DESAYUNAR………..
10:30 -  PRESENTACIÓN DEL TEMA
11:00 - 12:00 – REFLEXIÓN PERSONAL
13:00 -  13:45- TRABAJO EN GRUPOS               
14:00 – A COMER…………………

   …….. (TIEMPO LIBRE) Y…. NOS VAMOS MARCHANDO CON MUCHA PENA……….!!!



viernes, 1 de febrero de 2013

Testimonio: Consagración para la Contemplación

La vida consagrada en el Año de la fe Signo vivo de la presencia de Cristo resucitado en el mundo (Benedicto XVI, Porta fidei, n. 15)

La Resurrección de Jesús es el eje central de nuestra fe y lo que ha afectado a la fibra interna de nuestra vida para impulsarnos a ser testigos de Alguien vivo.

Esta experiencia me ha permitido avanzar en el camino bajo su luz, clarificando mis oscuridades y reconociendo su rostro, que, en un principio, se manifestó en el plano intuitivo y después ha generado tal confianza que es la parte esencial de mi vocación.

Como monja contemplativa quiero manifestar que he sido encontrada por el Dios vivo y quiero irradiar al mundo la fuerza de su amor con un canto de alabanza. El Resucitado ha implantado en mi pobre tierra un "canto nuevo" y con este germen de vida nueva, que consiste en la melodía de la alegría esencial de saberme incondicionalmente amada por Jesús, que me ha liberado del pecado, soy signo vivo por su presencia en mí; porque su Espíritu, que es fuego, me mantiene incandescente, emitiendo ráfagas de gozo incontenible por tanto don recibido. En esta perspectiva renuevo, cada día, la conciencia de cómo ha intervenido en mi historia personal, en cada acontecimiento, cómo va haciendo de mí una criatura nueva y cómo, incluso en la oscuridad, en las confusas sombras, encuentro al Dios de la vida.

El día a día está marcado por la historia de una relación con Dios que se hace presente en su Palabra, en la liturgia, en la Eucaristía, que es lo que nosotras celebramos glorificándolo. El ritmo regular de la alabanza nos permite introducir ese tiempo eterno de Dios en el tiempo de la humanidad y recibir de Él la luz que proyectamos hacia afuera y que nos posibilita el ir reproduciendo unas características existenciales que nos definen como contemplativas, o, lo que es lo mismo, experimentar desde la debilidad una confianza ilimitada en su Palabra, que ilumina nuestra mente y nuestro corazón. El valor del silencio, que no es ausencia de Dios, sino palabra empeñada con la humanidad que habla calladamente a través de las cosas, de la naturaleza, de los acontecimientos y de las personas, a través de la vida entera y principalmente en su Verbo entregado y glorificado.

La vida contemplativa es consciencia de estar invadida por la presencia del Resucitado; es creatividad desde la pobreza de medios, siendo, el testimonio y la transparencia de la belleza de Dios (que para mí tiene una enorme seducción), el medio para dejarme "transfigurar" y así permitir que los dones del Espíritu me configuren.

Vivir sirviendo a esta humanidad desde la contemplación no es desinteresarse de la realidad. Todo lo contrario. Dios ha querido hacerse presente en esta realidad y, por tanto, esta realidad es trasparencia de Dios. Como bien apuntaba el Hno. Alois de Taizé en el reciente Sínodo para la Nueva Evangelización, nuestros monasterios ofrecen al mundo la constante cercanía de Dios a través de la oración. No se trata de un desinterés de la realidad, sino un auténtico compromiso con ella.

Si cada monasterio es un foco de Luz y de Fe que ilumina a todos los que nos ven y nos conocen; si nuestra vida es capaz de irradiar a Dios en nuestras palabras y obras, podemos afirmar que la humanidad tiene en nosotras un signo vivo de la presencia de Cristo resucitado en medio de ellos. Así me siento entregada a Cristo, para que el mundo crea.

Hna. Mª del Carmen Mariñas Concepcionista Franciscana

Testimonio: Consagración para la Misión

NUEVA FORMA DE CONSAGRACIÓN

Creo en la presencia de Cristo resucitado en el mundo El lema de la Jornada de Vida Consagrada de este año me ha evocado el deseo con el que el papa Benedicto XVI ha convocado el Año de la fe: que cada cristiano pueda "redescubrir el camino de la fe para iluminar de manera cada vez más clara la alegría y el entusiasmo renovado del encuentro con Cristo".

Ahora bien, ¿ecómo descubrir el camino de la alegría entre las sendas del dolor cotidiano? En su catequesis del 28 de noviembre de 2012 el Papa nos decía: "Para hablar de Dios, tenemos que hacerle espacio, en la esperanza de que es Él quien actúa en nuestra debilidad: dejarle espacio sin miedo, con sencillez y alegría [...]; la comunicación de la fe siempre debe tener un tono de alegría. Es la alegría pascual, que no calla u oculta la realidad del dolor, del sufrimiento, de la fatiga, de los problemas, de la incomprensión y de la muerte misma, pero puede ofrecer criterios para la interpretación de todo, desde la perspectiva de la esperanza cristiana. La vida buena del Evangelio es esta nueva mirada, esta capacidad de ver con los mismos ojos de Dios cada situación".

Esta es la clave. Por eso, lo que brota desde mi corazón en este instante, lo que puedo compartir como sencillo testimonio, es la impresión de una respuesta insistente, contundente, nítida, de las Personas divinas a cualquier pequeño, insignificante acto de atención al Evangelio, al espíritu evangélico, al estilo de vida de Jesús.

Esa respuesta es un consuelo, pero no cualquier consuelo. Es un dedo invisible que señala al prójimo, a mi prójimo, para decirme: Dale tú de comer. Este consuelo no precisa de explicaciones o de otros signos; se trata de un gesto de amor de nuestro Padre celestial, confiándome lo más querido por Él, lo mismo que confió a nuestro Hermano Primogénito. Nada menos; ¿cómo no sentirse perdonado? ¿Cómo no reconocer que me llama hijo?

Poner en mis manos de pecador el alma de una, dos o mil personas que esperan un gesto mío que hable del cielo; encargarme lo mismo que encomendó a Cristo: ¿puede haber otra alegría mayor?

Es lo que siento recibir cada mañana, cuando renuevo en mi oración lo que recibí, junto con mis hermanas y hermanos, de manos de mi Fundador, Fernando Rielo, que solo vivió y murió para la Iglesia. Este fue siempre su deseo, auténtico testamento espiritual para quienes estamos llamados a llevar el Evangelio a todos los rincones del mundo: "Yo pido a Dios que los miembros de la Institución se caractericen por la alegría, una alegría en todas las cosas que no sea como las fugaces alegrías de este mundo. Quiero que crezcan con esa mística alegría en tal grado que vean la tierra desde el cielo y no el cielo desde la tierra".

P. Luis Casasús Latorre, M.Id Instituto Id de Cristo Redentor, misioneras y misioneros identes