domingo, 3 de julio de 2016

FLORES Y CATEDRALES (O POR QUÉ EL AMOR SE CONSTRUYE)



Hace un par de años, una cantante famosa hablaba en una entrevista sobre su último éxito, compuesto pensando en su ex novio. El periodista le preguntaba por las causas de la ruptura. La respuesta era algo así: «No fue culpa de ninguno de los dos. Simplemente algo malo apareció entre nosotros y lo fastidió todo». Me preocupó esta afirmación. Sobre todo, me inquietó la presencia de un ‘algo’ misterioso y sin identificar pero con poder suficiente para meterse en medio del amor de dos personas y echarlo a perder sin que nadie pudiera hacer nada.

Se supone que a tratar con la gente se aprende en la familia, en el colegio y en la sociedad. Es algo tan cotidiano y que sale tan natural que no sentimos la necesidad de poner de nuestra parte. Déjalo fluir. Sigue a tu corazón. No te preocupes. Be happy.

El amor se convierte entonces en una flor que brota de repente y que hay que regar y abonar. Lo peor de todo: no importa todo el agua que le eches o que le compres el mejor fertilizante del mercado, siempre existe la posibilidad de una helada imprevista, de un animal hambriento, de una pisada descuidada. 

No creo en el amor como flor. Algo que nos quita tanto el sueño, que afecta nuestro día a día, que ha suscitado tantos escritos, canciones, películas, reflexiones filosóficas, tantos corazones alegres y tantos corazones heridos… no puede estar en manos del azar, de las inclemencias del tiempo o de los estados de ánimo.

El amor es arremangarse el alma, escuchar al corazón y meter cabeza —lo malo es que a veces, cuando metemos cabeza, es sólo para calcular. El amor es construir una catedral. En ocasiones te pones manos a la obra con toda la ilusión del mundo y lo que consigues es una caseta. Los motivos pueden ser múltiples, pero no podrán decir que no lo intentaste, que no luchaste por ello, que no te empeñaste lo suficiente. 
Y no vivirás con el miedo de que en cualquier momento aparezca “algo malo” que lo fastidie todo.

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