viernes, 14 de mayo de 2010

San Isidro Labrador: vocación a la santidad cristiana en la sencillez

Cuarenta años antes de que ocurriera, había escrito Cicerón: “De una tienda o de un taller nada noble puede salir”. Unos años después, en el año primero de la era cristiana, salió de un taller de carpintero el Hijo de Dios. Las mismas manos que crearon el sol y las estrellas y dibujaron las montañas y los mares bravíos, manejaban la sierra, el formón, la garlopa, el martillo y los clavos y trabajaban la madera. Desde entonces, ni la azada ni el arado ni la faena de regar y de escardar tendrían que avergonzarse ante la pluma ni ante el manejo de los medios modernos de comunicación, ni ante las coronas de los reyes. El patrón de aquella villa recién conquistada a los musulmanes, Madrid, hoy capital de España, no es un rey, ni un cardenal, ni un rey poderoso, ni un poeta ni un sabio, ni un jurisconsulto, ni un político famoso. El patrón es un obrero humilde, vestido de paño burdo, con gregüescos llenos de polvo y sucios de barro, con capa parda de capilla, con abarcas y escarpines y con callos en las manos. Es un labrador, San Isidro.

COMO ANTE EL NIÑO EN EL ESTABLO DE BELEN

Ante su se­pulcro se postraron los reyes, los arquitectos le construyeron tem­plos y los poetas le dedicaron sus endechas. Lope de Vega, Calderón de la Barca, Burguillos, Espi­nel, Guillén de Castro, escribieron sus poemas a este amable trabajador madrileño, que no había hecho nada extraordinario ni espectacular en su vida. El historiador Gregorio de Argaiz le consagró un gran libro: "La soledad y el campo, laureados por San Isidro". Justo. Esa fue su misión, laurear el campo, frío, duro, ingrato, calcinado por los soles despiadados del verano y estremecido por los hielos de los largos y crueles inviernos. El campo. El campo quedó para siempre iluminado, fogueado, y fecundado por su paciencia, por su inocencia, por su trabajo. No hizo nada extraordinario, pero fue un héroe.

ORA ET LABORA. LA ORACION

Fue un héroe que cumplió el “Ora et labora” benedictino. La oración era el descanso de las rudas faenas; y las mismas faenas eran una oración. Labrando la tierra su rostro sudaba y su alma se iluminaba; las gotas de sudor, se mezclaban con las gotas de fe, las lágrimas de amor; los golpes de la azada, el chirriar de la carreta y la lluvia del trigo en la era, iban acompañados por el murmullo de la plegaria de alabanza y gratitud mientras rumiaba las palabras escuchadas en la iglesia. Acariciando amorosamente la cruz, aprendió a empuñar la mancera. Ese fue el misterio de aquella vida tan sencilla y alegre, como el canto de la alondra, que revolaba alrededor de los mansos bueyes y el vuelo vertiginoso de los mirlos audaces.

LA POBREZA

Alegre y, sin embargo, tan pobre. Isidro no cultivaba su prado, ni su viña; cultivaba el campo de Juan de Vargas, ante quien cada noche se descubría para preguntarle: "Señor amo, ¿adónde hay que ir mañana?" Juan de Vargas le señalaba el plan de cada jornada: sembrar, barbechar, podar las vides, levantar vallas, limpiar los sembrados, vendimiar, recoger la cosecha. Y al día siguiente, al alba, Isidro uncía los bueyes y marchaba camino del campo madrileño hacia las colinas onduladas de Carabanchel, hacia las llanuras de Getafe, por las orillas del Manzanares o las umbrías del Jarama. Cuando pasaba cerca de la Almudena o frente a Nuestra Señora de Atocha, el corazón le latía con fuerza, su rostro se iluminaba y sus labios musitaban palabras de amor. Y, luego, las horas del esforzado tajo; un trabajo sin impaciencias ni agobios, pero sin debilidades; ennoblecido con las claridades de la fe, con la frente bañada por el oro del cielo, con el alma envuelta en las caricias de la madre tierra.

SUS LIBROS

¡El Cíelo y la tierra! Eran los libros de aquel trabajador animoso que no sabía leer. La tierra, con sus brisas puras, el murmullo de sus aguas claras, el gorjeo de los pájaros, el ventalle de sus alamedas y el arrullo de sus fuentes; la tierra, fertilizada por el sudor del labrador, y bendecida por Dios, se renueva año tras año en las hojas verdes de sus árboles, en la belleza silvestre de sus flores, en los estallidos de sus primaveras, en los crepúsculos de sus tardes otoñales, con el aroma de los prados recién segados. Y entonces el criado de Juan Vargas se quedaba quieto, silencioso, extático, con los ojos llenos de lágrimas, porque en aquellas bellezas divisaba el rostro Amado. Seguro que no sabia expresar lo que sentía, pero su llanto era la exclamación del contemplativo en la acción, con la jaculatoria del poeta místico Ramón Lull: "¡Oh bondad! ¡Oh amable y adorable y munificentísima bondad!". O del mínimo y dulce Francisco de Asís, el Poverello: “Dios mío y mi todo”. “Loado seas mi Señor por todas las criaturas, por el sol, la luna y la tierra y el agua, que es casta, humilde y pura”. O también con el sublime poeta como él castellano: “¡Oh montes y espesuras – plantados por las manos del Amado – oh prado de verduras, de flores esmaltado - decid si por vosotros ha pasado!!!. Así, el día se le hacía corto y el trabajo ligero. Bajaban las sombras de las colinas. Colgaba el arado en el ubio, se envolvía en su capote y entraba en la villa, siguiendo la marcha cachazuda de la pareja de bueyes.

VIDA DE FAMILIA

Empezaba la vida de familia. A la puerta le esperaba su mujer con su sonrisa y su amor y su paz. María Toribia era también una santa. Un niño salía a ayudar a su padre a desuncir y conducir los bueyes al abrevadero. Era su hijo, que lo era doblemente, porque después de nacer, Isidro le libró de la muerte con la oración. Luego arregla los trastos, cuelga la aguijada, ata los animales, los llama por su nombre, los acaricia y les echa el pienso en el pesebre, pues, según la copla castellana: “Como amigo y jornalero, - pace el animal el yero, - primero que su señor; - que en casa del labrador, - quien sirve, come primero”. Hasta que llega María restregándose las manos con el delantal: "Pero ¿qué haces, Isidro, no tienes hambre? -le dice cariñosamente-. Ya en la mesa, la olla de verdura con tropiezos de vaca. Pobre cena pero sabrosa, condimentada con la conformidad y animada con la alegría, la paz y el amor. Y eso todos los días; dias incoloros pero ricos a los ojos de Dios. Sin saber cómo, Isidro se ha ido convirtiendo en santo.

SUS MILAGROS

Ya su aguijada tiene la virtud de abrir manantiales en la roca; puede rezar con traquilidad entre los árboles aunque le observe su amo, porque los ángeles empuñan el arado. ¡Oh arado, oh esteva, oh aguijada de San Isidro, sois inmortales como la tizona del Cid, el báculo pastoral de San Isidoro y la corona del rey San Fernando!, exclama el poeta. Con la pluma de Santa Teresa habéis subido a los altares. Así es como la villa y corte, centro de España, tiene por patrón a un labrador inculto, sin discursos, ni escritos, ni he­chos memorables, sólo con una vida escondida y vulgar de un aldeano, hombre de aquella pequeña villa que se llamaba Madrid, recién reconconquistada de las manos del Islam. Acaba­ba en 1083 Alfonso VI de entrar por la cuesta de la Vega, conquistando aquella plaza amurallada del Manzanares. El contraste es tan fuerte como instructivo y no sólo dice algo de provecho para la capital de España, sino que proclama el estilo de Dios cuando nos regala sus santos. “Escondiste estos secretos a los sabios, y los revelaste a las gentes sencillas”. San Isidro labrador era un simple; reconocerlo es admirar los planes de Dios.

LAS FUENTES DE SU BIOGRAFIA

Lo que sabemos de su vida se debe a aquel diácono San An­drés, que conoció a su paisano y cabe en media docena de pá­ginas. ¿Quién es capaz de extender más la descripción de un labriego sencillísimo que cruza por esta vida sin ninguna aventura externa y sin más compli­cación que la personalísima de ser santo a los ojos de Dios? Fue un hombre sencillo, su villa era pequeña. Madrid era una pequeña ciudad rica en aguas y en bosques, con su docena de pequeñas parro­quias, sus estrechas calles retorcidas y en cuesta, su alcá­zar junto al río, su morería y sus murallas. Un puñado de familias cristianas, entre ellas, la de los Var­gas, que era la más rica, alrededor de la parroquia de San An­drés, a cuyo servicio estaba Isidro. En San Isidro hay todo un programa de vida sencilla, de honrada laboriosidad, de piedad infan­til aunque madura, de caridad fraterna, ejemplo para esta sociedad compleja, y llena de mundo, de vida callejera, de codicia y de egoísmo, que lamenta hoy el zarpazo del terrorismo atroz y espera la boda del Príncipe heredero. Ambos acontecimientos, tan dispares, laten en el corazón celeste de San Isidro, en su calidad de Patrón de Madrid que lo es, en cierto modo, de España.

Autor: Jesús Marti Ballester

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